Saturday 18 July 2009

LEON, EL ULTIMO MUSICO
(cuento)

por: Shlomó Avayou

Quiero empezar con su última caída, contar cómo transcurrió su vida como uno de los pordioseros parasíticos de la estación central de los autobuses de Tel Aviv, villa sin defensas, privada del misterio de los sótanos, carente de antiguos fantasmas, hija del momentáneo y desgraciado alboroto de inmigrantes arrojados a las arenas movedizas.
Vacilo indeciso si tengo que introducir a León Soriano, el último de los músicos populares, ciego, que comporta una tradición que no tendrá futuro, y describir el clímax de su vida. Me refiero al día en el que ‘Jajám’ Ezequiel Mugrabí y el ‘Hajji Isma’il Jelal-ed-Din, le imponen sus manos para ordenarlo: ‘Jajám’ Ezequiel, músico principal del laúd y divino cantor de nuestra congregación, anciano reverendísimo en la generación anterior y su colega, Jalal-ed-Din, Jefe de la cofradía de los ‘Dervishes Danzantes’, venerado en su vida no menos que después de su muerte, por musulmanes de todas las sectas, por judíos y hasta por gentiles ultramarinos de toda índole.
Puedo empezar directamente en la cumbre de la crisis, ‘in media res’ y mostrar al héroe en uno de sus feroces ataques de nervios, persiguiendo, cuchillo en mano, tras Gracia para apuñalarla, y ella arrojando una silla entre sus pies para hacerlo tropezar y prosternar. Eran aquellos días amargados cuando se dio notoriedad escandalosa al enigmático y vergonzoso embarazo de Vidica, su hija. Un verdadero terremoto. Dios y gente estaban estupefactos, y según se podía esperar, el asunto acabaría muy mal.
Siendo que el protagonista del cuento es ordinario, en la plenitud de la palabra, y proviene del pueblo llano, de un barrio humilde, estoy convencido que el titulo de héroe no le cuadra. No aprendió leer e escribir y no pudría, de ninguna manera, reflexionar juntos conmigo, sobre la arbitraria pregunta, si podría haber cualquiera relación, la más remota aún, entre las bulliciosas sinagogas, los ‘cortijos’ de alegrías y de llantos, las frecuentadas ‘meyhanas’ es decir, tabernas de vino y los mostradores de pescados frescos, que cerca de ellos transcurrió su vida y entre los templos de mármol, las plazas, los prostíbulos y anfiteatros de la Esmirna clásica, que sobre sus hundidos restos fue edificada la vieja Judería. Este ambiente y espacio natural de León, que en la antigüedad fue, según lo saben bien los admiradores del mundo helénico, una de las doce ciudades que exigieron la fama de ser la cuna natal de aquel genio ciego, el sublime bardo de Troya, la condenada a la derrota, y el dotado narrador de las aventuras de Odiseo, que también él fue, en su turno, hombre orgulloso, que sufrió mucho en su vida y no logró a disfrutar la paz aún al volver a su patrimonio ancestral.
Mas, según ya lo he advertido, siguió este hombre, empujado por un destino, que de nada lo controlamos, el mismo arte antiguo. Sin darse cuenta, se añadió, como una anilla más a la larga cadena de los poetas ciegos, que su origen esta en el pasado remoto. Su vida, aparentemente empobrecida y desolada, no fue carente de sueño y de caída, del anhelo altivo y de tribulación en la dura realidad. Por esto, hay que narrarlo todo sin astucia y sutilezas, en forma entrecortada, desordenada, parecida a los escombros de un edificio: paredes, soleras, alguna ventana, baldosas: todo puesto juntos no recrea al edificio, sino un testimonio parcial, ecléctico y arbitrario.
De mis días de infancia, de aquellos dos o tres años antes de la enloquecida emigración en masa, puedo evocar unos recuerdos no enfocados, agregados a unos rumores no revisados y aquel único encuentro en Tel Aviv en sesenta o sesenta y uno. Desde entonces hasta su muerte en plena pobreza, no lo busque, ni tampoco me se ocurrió a verlo.
Hombre montaña, hombros anchos, brazos y piernas largas - así recuerdo al músico andando ponderadamente despacio. Su bastón de nogal a su delantera, tocando las piedras y abriendo camino. Un laúd grandote (tal vez, el niño exagerador que fui, es el que así lo vía) abrazado con firmeza bajo su seno, vestido con una funda de terciopelo gastado, que en algún entonces fue negro. Todo el mundo lo sabía: Adora al instrumento, más que a su mujer. Pasando delante de las vecinas, sentadas en los umbrales de sus puertas, las saludaba una por una. Más de una vez me pregunté ¿cómo solía identificarlas privado de vista? Ahora adelantaba, seguro como el pez en su alberca, hacia ‘Beit Hillel’, la diminuta y humilde sinagoga de la familia Palacci, que en su vecindad moraba.
De la callejuela a su ‘cortijo’ tenía que bajar un par de escalones al patio enlosado con piedra bruta, unos puños jorobados, como expresamente hechos para provocar, al mal cuidado, un tropezón y pérdida de equilibrio. Cortijo ordinario de dos pisos, densamente poblados, con un pozo, hace años reseco, en su centro.
En las habitaciones de arriba, algo más aireadas, moraban cinco familias y otras cuatro en la planta baja, al lado de la cocinita común, el rincón de las lavanderas, y aquella celda espantosa del retrete, bajo las escaleras. La madera desmoronada gruñía al abrir y cerrarse las viejas puertas del cortijo, dispuestas a descomponerse, que pretendían, en vano, alejar lo público de la calle de lo intimo del cortijo, con su ligada y extensa familia, una unidad protectora contra el mundo exterior y hostil.
No había nada excepcional en este pleito salvo su severidad superior a los habituales. Hasta las mujeres del vecindario, ya acostumbradas a los gritos del músico y de su tísica Gracia, que su ojos ardían con un mal verde, se asustaron esta vez.
Colérico y pleitista era este hombre y su honra herida con frecuencia, la ceguera no lo rindió a ser humilde, indeciso y calmo, como a otros afligidos, que miden y calculan antes de expresar una palabra, que penetran con clarividencia al corazón del asunto o de la gente, según supone alguna gente cándida, diciendo que los videntes sólo vemos lo que nos muestran nuestros ojos, es decir, cascaras, falsas apariciones centelleantes, sin profundizar adentro.
León no era meramente colérico, sino que también tenía una mano larga, que, sin vacilar, la levantaba sobre su esposa. Cuando le subía la furia a la cabeza y le perturbaba el juicio - alzaba su puño para darle un empujón y tirarla al suelo. Al final comenzó a utilizar su bastón y arrojarlo, como se fuera un bumerang, para quebrantar a la recalcitrante. Las viejas veneradas del barrio, que todos las obedecen, lo reprocharon abiertamente, y no cambió su conducta.“¡No mereces vivir, hija de perros!” atronaba su voz, “Te juro, ¡con este cuchillo te mataré! ¡Lengua de serpiente venenosa!”
Hace unos quince años que se casaron. Mas, en los últimos años, se agudizaron las querellas, y estando con el agua al cuello, se dirigió Gracia a la policía. Contó lo de los pleitos, lo de algunas molestias a su hija, lo de los cabaretes dudosos donde es fácil amigarse con prostitutas, tomar aguardiente, que tanto le gusta y siguiendo a otros músicos en búsqueda de inspiración - probar los narguiles del opio. Siendo que temía su reacción, y con buena razón, se refugió en la casa de su hermano, pero este no tardó en convencerla a volver a su marido legitimo, reconciliarse y encorvar su cabeza. Las querellas se renovaron, hasta que en una noche la atacó con cuchillo. Sólo al verla herida y apuñalada salió la policía de su indiferencia habitual. Sabido es, que le faltan, a la policía, tiempo y fuerzas vivas para meterse en conflictos conyugales, aún cuando los maridos golpean cruelmente, hasta que llegan las cosas a sangre derramada. Sin embargo, León fue detenido para ser interrogado.
Poco tiempo antes, irrumpió el escándalo: Vidica, la hija de Gracia de su matrimonio anterior, porque con el músico no tubo descendencia - se embarazó en impudicia. La propia Vidica, cerró sus labios, hundida en su aflicción. A las rumores y las malditas conjeturas les crecieron alas. Gracia le arrancó los cabellos de la muchacha estupefacta. Deploró amargamente, se rasguño hasta sangrar, mas, todo resultó inútil. Antes que el escándalo tome proporciones más resaltadas, se apresuró su hermano a pagar por el aborto a una adivina gitana. Todo el tiempo que la muchacha estaba convaleciendo en casa, logró su madre a dominar su ira efervescente. Mas, no pasaron unos días y la fiebre inflamó todo el cuerpo de la hija. Al final, intervinieron los de la comité de la comunidad y se la llevaron al hospital. En vano trataron de salvarla. Le tomó unos días para morir atormentada en la flor de la edad.
Esa muerte liberó a Gracia de su reticencia. Parecía perder su juicio con la furia de la frustración. Precipitó todo su rencor contra León, el padrastro, el casquivano de extraviados caminos, que larga su mano para pellizcar y manotear toda hembra que cruza su sendero. A él, sólo a él le echó la culpa de la muerte de la muchacha. Llegaron al Rabinato. Lo que ahí fue dicho, se divulgó repentinamente en toda la judería y el atmósfera se contaminó desmesuradamente. Hace años que Gracia se fatigaba para mantenerse, según podía, como criada doméstica. También usaba a irse para días de lavado a las casas de los ricos. Gran parte de las horas del día se alejaba esta de su morada, así culpaban y calumniaban unas lenguas salvajes, libertinas, mientras su marido, León, tocaba el laúd en las bodas y cantaba en las ‘meyanas’ (tabernas) y semejantes asientos de los desvergonzados, en veladas que perduraban hasta el amanecer, y nada de maravilla, que se encuentre en las mañanas libre y solitario con horas completas para olfatear y manotear aquí y ahí. El cortijo, probablemente, abandonado de sus moradores en estas horas, alejado de ojos vigilantes y, he aquí, un tuerto que no se podría rectificar.
Estando el marido en detención, se prosternó su esposa ante los pies de los ‘Dayyanim’, es decir, de los jueces religiosos, para que tengan la bondad de otorgarle el divorcio. Le es abominable tener intimidades con el hombre que acometió tala vergüenza. Mas, a pesar que los corazones de los rabinos se conmovieron por su aflicción ¿Cómo podían considerar un divorcio para una mujer obviamente trastornada por el dolor? A pesar que las autoridades no fueron rigurosas en el juicio de León, almenos tuvo que perdurar la mitad de un año en la cárcel. De otorgar divorcio, ni quería escuchar. Sólo al expirar esta época se ablandaron las autoridades frente los suplicantes judíos para aplicar la amnistía y otorgarle la libertad.
Al fin del asunto, se apaciguó el escándalo. Unos acontecimientos arrastraderos, como el tumulto de la agitada emigración atravesaron la judería como tormenta de truenos arraigando y evacuando sus moradores. Esos hicieron olvidar todo del corazón de la gente. Al final convencieron los rabinos a la pareja, que sus años de juventud ya eran demasiado remotos, como la perspectiva de reconstrucción, a renunciar el divorcio y abrir una nueva página en la Tierra Prometida. Ahí, tal vez, mejorará su suerte y, quien sabe, volverá a florecer como antaño el amor perdido.

* * *
León tubo suerte, siendo uno de los cinco hijos de ‘Jajám’ Hayyim-Vital Soriano, en paz descanse. Su difunto padre tuvo servido como ‘Shamash’, bedel, de la sinagoga ‘Beit Hillel’ y purificó muchos muertos con entrega de alma, abnegación y fe. Cabalista que frecuentemente ejercía el ‘ayuno de la palabra’. Gran pordiosero que la hambruna no se separaba de su hogar y con esto, venerado por la gente. De los mercaderes recibía limosna en secreto, porque esos se esforzaban a equilibrar sus fraudes con tributos a las instituciones filantrópicas y limosna a los pordioseros.
Hijo de un padre no considerado que se enférmese con la tracoma, lo esperaba sólo el mendigar y el morir de hambre. León, que su padre era querido y apreciado por la gente, logró a encontrar ayuda. Tenía nueve años y tenía tiempo para consagrar su infancia y su juventud a la música. Uno de los mercaderes se las aclaró bien a sus padres, que no viene lo malo sin lo bueno, y que El Todo Poderoso, aflige con una mano, siendo que con otra, ofrece el remedio. Consintieron a entregarle el niño. Lo encomendó en las manos de ‘Jajám’ Ezequiel Mugrabí, en paz repose, el más famoso de los cantores ciegos en aquel entonces, para que lo acompañe en sus andanzas, coma de su pan, y se acoste en su seno.
Mucho aprendió del viejo: la sagrada liturgia, himnos de fiestas y conmemoraciones, cantos seculares en la lengua vernácula de los judíos, desde los romances hasta las súplicas del sacrificio de Isaac, que todo el que las oye, se le rompe adentro su corazón hasta que le saltan las lágrimas, así como unos versos impúdicos, que son muy útiles para elevar la alegría en los encuentros jocosos. No faltaron los cantes turcos de amores y de hazañas de valentía, que subyugaban los corazones de todos los moradores de la ciudad, sin referencia a su fe, desde el mendigo hasta el rico opulento. Hasta los más exigentes de los rabinos de nuestra ciudad, desde la antigüedad, siempre recibieron, con plena voluntad las melodías turcas y las integraron en sus oraciones.
Entrelazando su brazo con el de ‘Jajám’ Ezequiel visitaba el niño bodas y cenas de ‘bienfacencia’, tabernas y cementerios. Bien entendido que no dejaron de frecuentar las ‘Teques’ de los Dervishes, donde se sentaban sobre unas almohadas para escuchar su música, observar sus danzas y aprender como se tocan los instrumentos musicales. No sólo músicos andantes, sino también los famosos cantores sinagogales fueron alumnos de estos maestros del cante. No era nada raro encontrar judíos en estos lugares, siendo que los Dervishes, en diferencia de los oficiantes ortodoxos, se mostraban favorables, no exigiendo nada con rigor, acercaban a los no musulmanes, curaban a sus enfermos, y les ofrecían su amistad. Entre los admiradores de su refinado arte, cultivado hace generaciones, se apretujaban cristianos, judíos y también de aquellos marinos gentiles que frecuentaban el puerto. Vendrá el día cuando cambiará todo y las autoridades turcas enojadas con los Dervishes y sus cofradías, los exiliarán y los dispersarán a todos los vientos.
En la planta baja se daban los bailes y los himnos. Los simpatizantes cómodamente reclinados a las paredes de la sala redonda. La planta superior asemejaba a la apropiada a las mujeres en las sinagogas, para que puedan, a través de la densa celosía verlo todo, sin ser vistas. El circulo de los Dervishes rodaba lentamente, giraba acrecentando velocidad, hasta convertirse en vertiginoso huracán, llamando a Allah, hasta la pérdida de los sentidos. La música arrastrando todo hasta el desmayo, mientras las alargadas pipas, delicadas y de cuerpo tierno, obras de arte, rellenadas con yerbas medicinales y el suave opio, facilitaban a todos los iniciados elevarse y trepar hasta unas esferas, allende de lo terrestre, muy alejadas de la descolorida pobreza y del alboroto de la existencia cotidiana. En estas academias superiores aprendió León cómo arrancar del laúd su música divina, abandonando aquí abajo cuerpo y alma, transformándose en un manantial de clarividencia, viviendo lejanías celestiales, mientras sus párpados perduraban bajados, tristemente clavados sobre el suelo.
Una alma hambrienta, extrañando todo lo alejado de lo terrestre, heredó el ciego músico de su padre, iniciado en lo místico, anhelando la unidad divina con su creador hasta abnegar lo substancial, hasta la entrega total, amorosa. La música, divina como la religión, llenaba su alma, dando a percibir todo lo oculto para los ojos carnales. Podía enamorarse de cualquiera mujer solamente por su voz, hacerse polvo bajo sus pies. Atraído por sus perfumes, las identificaba y llegaba a intimarse hasta con sus entrañas. Todo su cuerpo tendido como cuerdas de un laúd, aún antes de tocar su piel suave y tierno. Se puede decir, que eran los perfumes femeninos que daban alas y elevaban su música hacia las alturas. Estas muy bien lo saben quien es el hombre seducido por su encanto, y a pesar de su invalidez, o tal vez, expresamente por esta, chorreaban sobre él sus favores e iluminaban su mundo penumbroso. Y es así que se difundió su fama como el genuino heredero de ‘Jajám’ Ezequiel, que ya se había ido a deleitarse en la compañía de sus antepasados, y, en efecto, poco después de ser autorizado en la morada de Hajji Isma’il Jelal-ed-Din, contrató matrimonio con una viuda joven y hermosa, madre de una preciosa niñita. Gracia era de aquellos pocos judíos que vivían en la montaña, cerca del castillo y alucinada concedió bajar tras él a la judería. En los años primerizos la inundó con su amor, abasteciendo su hogar con pan y vino, cuidándose de la niña y apretándola en su seno, como que fuera su propia hija.
Gran soñador fue el tocador del laúd en su juventud, alma grande, de verdad. Su instrumento le abría camino, su voz rompía las puertas de los poderosos. La ciudad ya le resultaba estrecha. Hablaba, más y más de trasladarse a la metrópoli, a Istanbúl. Sólo ahí vivían los entendidos, los conocedores de lo genuino. Ahí ciertamente lo introducirían a las cortes de los ministros y magnates. Irrumpió una revolución que desparramó a la corte del Sultán. Sus conjuntos de músicos y de cantantes, que animaban los jardines, los quioscos y aquellos surtidores de agua, desaparecieron ellos también. La sofisticada y complicada teoría de esta música clásica, cayó al olvido, por no ser minuciosamente documentada con notas, y por dejar de ser apoyada y cultivada por los poderosos mecenas, ahora caídos. Mas, a pesar de los pésimos avatares puso León sus esperanzas en esta gran ciudad, que todos los pueblos codician sus bellezas y tesoros. Ya estaba dispuesto para lanzarse a esta aventura. Gracia, temiendo que todas esas seducciones pronto lo arrastrarían, se empeñó en quedarse en Izmir. Nunca la perdonó, por el rencor que le guardaba, y en los años de su caída se vengó de ella.
No existen secretos en el cortijo. Se vive uno dentro el otro. Cada uno sabe lo que se cocina en la olla del vecino. El amor salvaje del ciego no pasó desapercibido por parte de nadie. En aquellos años de gracia, a veces anulaba presentaciones, para correr, sudando y suspirando, a su hogar y lanzarse a sus brazos. Sus juegos y sus risas nocturnas eran bien conocidos en el vecindario, siendo que la gente dormían con ventanas abiertas, o simplemente en los balcones, bajo unas estrellas que plantan dentro los corazones deseos desenfrenados, unos pocos legítimos y los otros - no tanto. En aquellos días, estando León alegre por el vino, era capaz de traer con él un conjunto completo de músicos y cantantes y alegrar la boda de algún pobre, sin ninguna remuneración. Todo el mundo amaba a este hombre que acompañaba los avatares de su vida inspirando la alegría de vivir, dando sabor a su existencia. No se puede saber, con certidumbre, a quien atribuir las razones de su deterioro. Tal vez, los selos de Gracia (mas, ¿cómo puede un músico evitar amistades con las mujeres?) que le amargaron la vida. Y además transcurriendo los años ya no pudo ella darle un hijo heredero... o, puede ser el alcohol, que es aliado de los músicos...
En el principio tomaba lo que le daban, más tarde empezó a llenar los estantes con bebidas locales e importadas, aniquilando el resto de su ganancia. El alcohol, según lo sabido, despierta al principio la creatividad del artista, mas, no pasa tiempo y lo degenera, enterrando su inspiración bajo los vapores de la estupidez, y alejándolo de lo sublime.
Claro, que se multiplicaron los pleitos. La cólera de Gracia seguía subiendo. Como resultado de unos vagos presentimientos, se le ocurrió a alejar a su hija, la muchacha, de la casa. Viviendo con un borracho enloquecido, ¿cómo podía estar segura, que no ensuciaría a la niña, en pleno florecer? Al fin y al final, no era nada más que un padrastro... Un mal espíritu comenzó a apoderarse de León. Poco antes de irse a la cárcel, en uno de los pleitos, lanzó su bastón a su mujer, evocando al rey Saúl con su lanza, y golpeó la cabeza de Yosefico, un niño del vecindario. Con chorros de sangre, tuvieron que llevarlo al barbero, para que le corte todo el pelo, le ponga algodones empapados en aguardiente y azúcar y luego, con vendas improvisadas, fajar la herida hasta que se le cure.
Los padres del niño lo cubrieron con fuego y azufre. Los vecinos volvieron a marcar a pedirle, esta vez con más firmeza, que tiene que dejar este uso de tirar el bastón, cuando le da la gana. Mira lo que pasó: sólo por un milagro no quebrantó la sien del niñito. Se desembriagó el hombre de su vino y de su ira, y comenzó a llorar amargamente. Suplicó el indulto y el perdón, jurando de no volverá a cometer semejante error. Eran unos puntos flojos, que afligían a este artista popular, corazón malo nunca tubo; Fue el destino que lo traicionó.

* * *
Sentado sobre la acera, cerca de la balanza pública, lo vi. Una balanza, que nadie sabe quien la puso ahí. Tu te subes, depositas un dinerito, para saber si adelgazaste o engordaste y ellos, los ocultos patrones de la balanza, sin corazón e emociones, decretan el veredicto. Ahí, cerca del estante de los baratos periódicos y de aquellas revistas abominables, envuelto en harapos, sin estar afeitado, los huecos de sus ojos cubiertos por unas gafas desproporcionadas, y tirado a sus pies, en plena orfandad - el laúd. Sino fuera por este último, que sus incrustados adornos de nácar atrajeron mi vista, ni tampoco me recordaría de él. Un sombrero engrasado vi a su lado, con unos dineros de limosna.
Hago siempre todo lo que puedo para evitar este desastre ecológico conocido como la estación central, tratando con mi poca sagacidad descubrir otros caminos desde el ‘campus’ universitario hasta Holón, donde vivo, sin sufrir molestias estéticas. En aquella tarde estaba buscando un rollo para mi camera y un polvo para alimentar mis pececitos chinos y me tocó a tropezarme con esta figura del mundo de mi infancia, tirado tras mi espalda, como que fuera una chatarra.
Clavé mis ojos sobre él, encontrando una dificultad en decidir si tengo que abrir mi boca y que es lo que quiero decirle. Era yo un niño y no hay ninguna forma que se recuerde de mi, aún diciéndole mi nombre. Puse algún dinero y guardé silencio. Él, intuyendo algo raro que me paralizaba, alzó sus ojos vacíos y dijo: “¡Gracias!, ¿quiere el de Hava Nagila?” “¡Dios no dé!” le respondí yo también en hebreo, “Si es que ya tiene la bondad, me gustaría que me cante el romance que empieza con ‘Y cuando los ricos mancebos/ salen a caballería...
¡Como que fue golpeado con un hachazo! Una mueca se apoderó de sus mejillas derribadas. Su mano dibujó una sortija en el aire como tratando de arrojar una nube de mosquitos, me tartamudeó: “¿Quien eres?” Me preguntó esta vez en nuestra borrada lengua, “¡Demasiada joven tu voz, para evocar unos cantos tan antiguos!” Nombré los apellidos de mis padres y le dije: “Lo recuerdo muy bien. Todos los niños lo adoraban... El cortijo donde usted moraba, lo tuve visto...” “Si, hijo mío, ha transcurrido mucho tiempo,” suspiró, “todo fue antes que Dios ordenó el diluvio que destruyó el mundo y quedo todo arriba abajo...” “Pues, ¿porque dejó ahí todo y se vino aquí... a sufrir?” “Se acabó todo, buen muchacho, murrio el mundo: los cortijos, las casas, las sinagogas. Hasta los cafés turcos se trastornaron y se llenaron de inmigrantes tartamudos del Balcan. ¿Que podían entender estos desgraciados de mis cantos? Y sin los judíos a mi rededor, escuchando mi música ¿que buscaba yo ahí?” “Y donde vive usted ahora?” “En Yahúd, algunos de nuestros ciudadanos se agruparon ahí, ahora, mi esposa también esta enferma. No la conocerías a la pobre. La vida ya no es lo que era, ya te darías cuenta.” “Si, lo veo...” murmuré desconcertado. “Y de repente, en un lugar como este...y me pides un canto antiguo...y por más maravillas, un hombre joven, te lo juro que no me lo puedo creer,” se emocionó el mendigo, “¿de veras? ¿insistes que te lo cante?” “Por favor, Don León, tenga la bondad...” bajé mi voz . Si no me avergonzaba, me asentaría yo también en la acera, en lugar de estar parado así de alto, como que fuera yo no se quien. Tomó su laúd, lo acarició por todos los lados, y ajustó sus cuerdas, con su mano enamorada:
“Y cuando los ricos mancebos
salen a caballería,
con las estrellas en los cielos,
y el lunar esclareciendo...”


Su mejilla cubierta con una barba espinosa se humedeció. Ya no tenía la voz de antaño, pero él se esforzaba a subir con los caballeros de este romance que estaban para salir, una vez más, en búsqueda de aventuras. Había que esperar una estrofa más, un otro verso y, sin ninguna duda, ya encontrarían alguna hermosa doncella, blanca marfil, que los estaba esperando en las orillas del río, entre los olivares plateados. El esplendor de la luna despertando en los caballeros, en los corazones de estos valientes amantes, una centelleante nostalgia... de un remoto entonces.
Fue estúpido de mi parte, pero, mi ojo buscaba en vano su bastón, aquella rama de duro nogal, que no se rompía. Mas, el antiguo cetro, que le abría camino, ya no estaba entre sus rodillas, tal vez, llegó a arribar con él y aquí se le perdió... sólo unos harapos le servían como almohada, así sentado apoyado por la sucia tapia de la estación central de esta ciudad hebrea, con sus multitudes de coches enloquecidos pasando delante de él, como una danza frenética, privada de sentido y de finalidad, uno por aquí y otro por allá, sin ningún orden obvio, sin ningún objetivo, que vale la pena adorar. ¿Quien es el que sabe? ¿Por Dios, a donde están corriendo todos estos? ¿Habrá alguien que tenga la respuesta?
Hasta aquel encuentro nuca me se ocurrió pensar si también los ciegos lloran, o tal vez, la tracoma que quemó sus ojos, los dejo áridos, secos de lágrimas... De todas maneras, empecé a dudar si León, ese último músico del laúd, no esta viendo toda mi angustia, el bulto que repta y sube a mi garganta... ‘Nada no perderás si no te compras esta tarde el estúpido rollo o aquel alimento polvoroso para tus pececitos’, me reproché a mi mismo. Nerviosamente empecé a buscar en mi cartera algún dinero de papel. Los dedos de mi diestra, no se porque, me estaban temblando. “No es preciso pagar, mi muchacho. No se quien tiene que pagar a quien,” se rió este hombre contenidamente. Me agaché hacia él, para palmear, amistosamente su hombro, murmurando unos lugares comunes de despedida. Tenía prisa de alejarme, antes que me traicionará mi voz, antes que este ciego vea desnuda toda mi interioridad, sin poder ocultar nada. Unas semanas después, en una de mis visitas a mis padres, fui informado de su muerte.

Traducido del hebreo por el autor
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