Sunday 19 July 2009


Capítulo 3
UNA CABEZA REGIA SOBRE LAS OLAS

Una veintena de chicuelos de escasas carnes, vistiendo ropas que no son de su medida, se acurrucan junto a las paredes. Algunos de ellos sentados sobre un jergón raído, los ojos de todos clavados en la puerta del cuarto interior donde se encuentra la "Maestrica". Los ojos vigilan la puerta, pero las bocas no dejan de parlotear ni las manos de accionar, empujando, presionando, haciendo cosquillas y otras mil travesuras. David est de espalda a la pared, encorvado y con las manos sobre las rodillas levantadas. Habla con el niño sentado a su derecha, mientras mantiene la mirada preocupada puesta en la puerta, por la cual debe hacer su aparición la mujer enjuta con el cabello recogido en un rodete sobre la coronilla y ardientes ojos saltones. Todos la temen, y más que temerla, se estremecen ante su voz desbordante de cólera sibilante y desesperación resignada.
Su misión es evitar que los niños salgan al patio y estorben a sus madres. Para eso los han mandado. su casa es un cuarto dentro de otro, como la mayor parte de las viviendas en el patio grande. Todos se apretujan en el corredor sin entrar en el cuarto donde ella se refugia, cerrando la puerta tras si. El ruido de afuera crece hasta convertirse en una batahola. En cuanto toca el picaporte para salir, se hace inmediatamente el silencio. Pero viéndola atravesar el recinto para salir al patio, respiran aliviados, y nuevamente sube el alboroto como leche hervida.
Las madres est n muy ocupadas. Algunas trabajando hojas de tabaco y otras preparando higos secos y pasas para su envío a todas las ciudades del mundo. Esas ocupaciones no son de todo el ano. Por regla general trabajan en las casas de los ricos, judíos y no judíos. Lavan días enteros sus ropas sucias o cumplen otras tareas domesticas como sacudir alfombras, lavar vajilla, limpiar los cuartos, servir la mesa. La madre de David lleva a su casa cuero para coser por las noches, y como suplemento inevitable, trabaja en el club del partido situado en el parque municipal. Allí limpia y lava los pisos y est a cargo del guardarropa, donde los concurrentes dejan sus abrigos y cartapacios. Una vez les cosió gratuitamente cortinas enormes, para ganarse su favor.
La Sra. Reina es la maestrica en cuyas manos las madres del patio y fuera de el confían sus polluelos cuando salen a trabajar. La Sra. Reina est muy enferma y su estado empeora por momentos. Tose continuamente. En el pasado, atendía a su sustento su único hijo, de su casamiento anterior, hasta que sucedió la desgracia y la fuente de su sustento se obturó. El Varlik, el tributo especial de los no musulmanes, lo abrumó. Ni siquiera vendiendo su taller y sus herramientas pudo hacerle frente. Entonces encontraron para el una solución : lo mandaron a los montes del este de Anatolía para limpiar de nieve los caminos y construir vías de ferrocarril, hasta que lograra rescatar la deuda con su salario. Regresó a la ciudad esquilmado y vencido. Sin taller y sin herramientas para trabajar, se incorporó a las huestes de los receptores de caridad en el patio del rabinato. Poco tiempo se lo encontró colgado de una de las vigas del techo de su casa, dejando a su madre desamparada y su padrastro en la soledad. Hay que ayudar a Reina - decidieron las mujeres y le propusieron dejarle los niños por un modesto pago. Ella aceptó pero la cosa le pesa. Especialmente el bochinche.
Erma Yuda, su marido, luce una rala barba de chivo, grísea y flameando hacia los costados. Es el bedel de la sinagoga Beit Hilel, conocida en boca de todos como la sinagoga del Palatchi. David reza allí por las mañanas con su padre y hermano. Es lindo ir de madrugada a esa pequeña casa de oración. El roce de los flecos de los mantos de rezo que caen de los hombros de los mayores le causa placer y le infunde seguridad. Se atan las filacterias con los ojos entornados, acompañando los movimientos con un fervoroso cuchicheo. Al termino de la oración Erma Yuda espera junto a la puerta sosteniendo una alcancía de lata.
Al termino de esas plegarias recitadas por la gente de duro sustento que habitan el vecindario, su rostro trasunta un sereno placer. No as¡ en su propia casa. Allí su semblante se oscurece. Al entrar echa una adusta mirada sobre el bullicioso grupo y sale al patio a beber allí su café.
A veces, después de beber, se siente el viejo junto al vano, de cara al patio, y lee en un libro pequeño y grueso. Al leer, entrecierra los ojos y se menea. Los niños no le temen y no interrumpen el alboroto por su causa. De pronto irrumpe la señora Reina, sin que nadie sepa de donde y se aposta entre ellos, como una leona :
- Pero, ¨ no lo est n viendo, malvados ? - sus ojos parecen querer salirse de las órbitas - ¨ no ven que Erma Yuda est leyendo Salmos, y Vds. lo estorban ? Est n cometiendo una gran pecado.
Los niños la miran y se llaman a silencio, estupefactos. Ella sigue de pie, por encima de ellos, mientras habla, regaña, explica, y poco a poco su voz se quiebra, perdiendo fuerza y seguridad. " Les pido por favor, sean niños buenos - suplica finalmente, y su rostro oscuro se oscurece más aún - "Traten de guardar silencio. Me duele mucho la cabeza ". Esta cabeza que parece a punto de irse a pique sobre las olas de un borrascoso mar,- “Por favor chicos, se los pido ".
Los niños parecen olvidar su temor ante su voz suplicante. No saben que hacer. David contempla con boca abierta por el asombro la puerta que se cierra detrás s de Reina. Hela aquí, plañendo y suplicando un momento después que sus gritos sembraron el pánico dentro del cuarto sofocante. Esa mujer lo fascina. Cómo llegó a ser Reina - se pregunta. No es as¡ como el se imagina una reina, un rey y un palacio. El sabe perfectamente que aspecto tienen los reyes y las reinas. Escuché sobre ellos cuentos sinfín. No hay como su madre, Oro, para narrar historias. Tanto hombres como mujeres se hacen lenguas en el patio de su talento de relatora, sin parangón en el vecindario. Y he aquí a esa que llaman Reina, seca y oscura, el vestido colgándole como de un espantapájaros. Solo sus ojos se agrandan cada día m s, y la cabeza parece desprendida del cuerpo, flotando sobre las aguas. La horrorosa cabeza de ojos desencajados contempla a los niños. El bullicio de estos vuelve a crecer, se agita como las ramazones del bosque.
Los niños m s grandes atormentan a los pequeños. Pellizcan y empujan, los hacen caer y se encaraman sobre ellos. Esos aúllan y aquellos lloran. Quien puede se hace a un lado y se adhiere a la pared para estar protegido, por lo menos de atrás, de manos hostiles, de pies que patean. En medio del bosque de voces y del mar de manos flota sobre las verdes aguas la cabeza de la reina doliente, de cascada voz. Su pelo se suelta de sus ataduras, esparciéndose como delgadisimas víboras sobre aguas turbias. Un poco mas y la cabeza se sumergir en las profundidades. Un poco mas.
No hay mayor placer que pasear por la costanera y contemplar las procelosas aguas desde la seguridad de la tierra firme. El misterioso mar esconde en sus profundidades el mellizo y doble de cada criatura que por la tierra camina, se arrastra o vuela. Todo hay allí, hasta personas. Estas, tanto hombres como mujeres, tienen la parte posterior del cuerpo en forma de pez. En el fondo del mar tienen sus casas, sus ciudades, sus reinos. Que suerte que la tía Rajel Contente ama a los niños de su hermana. Oro se casó muchos años antes que ella y tiene tres hijos, en tanto que la tía Rajel, que es la mayor, tiene solo una niña. Cada vez que su marido Jacques sale a pasear los sábados después del desayuno a la orilla del mar, no se olvida de decirle que se lleve también a los hijos de su hermana. Que los pequeños gocen un poco y Oro pueda descansar de los afanes de la semana.
Rafael ya no necesita que lo lleven. Tiene su propia patota y desaparece con ellos para vagar y pasear. Jamas lleva consigo a David, quien se muere por ser de la partida. Todas las suplicas no lo mover n a llevarse consigo a la colita lloriqueante. Por eso David y Rivka se alegran con el tío Jacques que viene a recogerlos. Oro se apresura a vestir a ambos y enviarlos lo m s temprano posible.
- Iremos, caminando despacito, hasta el monumento - anuncia el bueno del tío y los cuatro salen alegremente al camino. Suben por la calle Ergat Bazar que comunica los vecindarios turcos de lo alto del monte con la ciudad baja, yendo a desembocar en la plaza del monumento sobre la costa. Junto a los grifos públicos frente al cine " Tiare " Rivka se detiene a beber agua. Se inclina y se moja los zapatos. El tío tuerce la cara. Teme que también David y su hija se ensucien junto a los grifos y los insta continuar la marcha. En la plaza les comprar agua limpia y transparente en un vaso.
Shemuel, el padre de David, no gana lo suficiente para comprar ropa nueva para sus hijos. Por eso Oro se afana en improvisar. Lava, surce, adapta las vestimentas de uno para el otro. A veces una prenda pasa de Rafael a Rivka y de esta a David, lo que se trasluce en la traza del niño. Su aspecto es una sola manifestación de pobreza : pantalones cortos de una tela áspera, desteñida, de confección casera, sobre sus piernas largas y flacas. Abrigo que supo de otros dueños antes que fuera adaptado a su cuerpo, que entretanto creció. Medias largas sujetas por ligas junto a las rodillas salientes, calzado viejo con las puntas raídas de patear piedrecitas y latas vacías que le salen al camino. David no puede vencer la tentación de patear . Patear y hacer rodar objetos sonoros a lo largo de la ruta. A falta de otro juguete, fuera de una pelota de trapo de fabricación propia, patea todo lo que se le pone delante de su pie inquieto. De ese envoltorio flaco y mísero asoma una cabeza rapada. Ya no se lo puede confundir con una niña. Es un hombrecillo. Sus ojos oblicuos parpadean al sol y sus orejas apuntaladas flamean hacia los costados.
David tiene la mano puesta en la de su hermana. Tras ellos camina el tío Jacques con su traje abotonado, por el que asoma una corbata de colores. Siempre prolijo e impecable, un poco pomposo. Su mano empuña la de su acicalada hija, la pequeña Jacqueline. Cómo la envidia David. Que hizo ella para merecer que sus padres fueran m s ricos e instruidos que los suyos Su abrigo nuevo luce un cuello de piel, sus medias cortas son nuevas y bonitas, da gusto verlas. Todo en ella habla de la buena posición de su padre, quien de joven tuvo el buen tino de aprender el oficio de la imprenta, un trabajo limpio, que da un respetable sostén.
Un kilo de matzot contra ocho puntos de la cuota del pan, esta la ración que se puede comprar para la fiesta de Pesaj, pero tampoco para eso alcanzan los medios de los parientes de su mujer, y junto con los otros "pobres, pero honrados", recibirán matzot en forma gratuita del rabinato. Pero el, el tío Jacques, no aparece en la lista de los necesitados. Lee el francés mejor que nadie y todo lo que aparece en las revistas ilustradas lo cuenta cuando se reúne la familia y los vecinos. Maravillas del gran mundo : caza de tiburones en el Mar del Norte, la lucha de valientes marineros contra los pulpos, los osos blancos, descubrimientos de tesoros en la profundidades de la tierra y en el fondo del mar. Cuentos con aroma de un mundo prodigioso, lleno de misterio. Son esos relatos lo que hacen a ese tío tan respetado y querido por todos.
Su casa se maneja de acuerdo al principio de la economía inteligente, de la contemporización. Reina allí una limpieza respetable, un poco fría, y una plétora de carpetas de encaje dispersas sobre los respaldos de los sillones, las cómodas, los banquillos junto a las paredes. El tío es muy solicito con su mujer que le lleva diez años. Sus relaciones son de respeto mutuo y cariño reservado, discreto. Hasta la abuela Perla adopta una actitud cautelosa al hablar con el, pero con Shemuel, que vive con ella y no gana lo suficiente para vivir, su comportamiento es mas brusco.
Los paseantes dejan taras el parque nacional que se levanta sobre los terrenos quemados y destruidos de la ciudad junto a la escuela de comercio. A la izquierda se alza una iglesia quemada y cercada con alambre de púa. El edificio en ruinas, calcinado, infunde en David un opaco pavor. Siempre al pasar por aquí lo fascina este espectáculo de misterio y horror. No le cabe duda que el maldito lugar est lleno de malos espíritus, y quien entra en el pone en peligro su vida. David conoce también muy bien el paseo de la costanera y la estatua ecuestre que se encuentra en su centro. Mas de una vez lo lleva allí su padre en las mañanas de los días festivos. A papa le gusta detenerse junto a los pescadores sentados por encima de las aguas oscuras, y que deslizan sus cañas hacia abajo con infinita paciencia. A veces se queda contemplando largamente a los grandes vapores. ­ Como quiso en su juventud partir en uno de ellos, al igual que muchos de sus camaradas ! Buenos Aires, el Río de la Plata, la " Habana de la Cuba ", de todos esos lugares habla como si hubiera estado allí y lo hubiera visto con sus propios ojos. Al acercarse a la plaza los niños alargan, impacientes, los pasos.
En medio de la plaza hay un alto pedestal sobre el cual se alza un monumento de bronce de grandes proporciones. El padre de la nación turca de uniforme y a caballo, señala la lejanía del mar. Así señalo y venció sus enemigos griegos aquí, en esta ciudad. Aquí se completó su victoria. En torno al monumento canteros de césped y flores. También bancos pintados de verde, ocupados por familias enteras. Junto a ellas pasa un muchacho turco, cuyas ropas atestiguan su procedencia de los barrios pobres. Vendedor de agua. "Agua de vertiente, fresca agua de vertiente" - pregona su barata mercancía. Vende el agua traída de las caudalosas vertientes de las afueras de la ciudad en vasos que trae atados a una reluciente bandolera en torno a las caderas. De ese recipiente de estaño extrae un vaso, lo enjuaga, lo frota hasta hacerlo brillar, y por unas pocas monedas escancia una copa llena con gracioso movimiento. " Agua fresca como el hielo " - continua el niño pregonando, mientras David bebe de su vaso y se hace a un lado para permitir que otros abreven su sed.
Un fotógrafo ambulante ofrece sus servicios. En cuanto obtiene el consentimiento dispone a los interesados de espaldas al monumento y los enfoca de modo que aparezcan ellos y por encima caballo y caballero congelados en un gesto heroico y victorioso. El tío le dice al fotógrafo que quiere fotografiarse con los niños, pero junto a los canteros de flores. Se arrodilla y con la mano izquierda abraza a David y con la derecha rodea el hombro de su hija, menor que David con tres años. La mano derecha de la pequeña est dentro de la mano de Rivka, la hermana de David.
En esos primeros días de la primavera, entre lluvia y lluvia, sucede que se da un domingo de sol, límpido y precioso. Una cálida placidez se esparce por la calle. Los viejos del hospicio "Ozer Dalím" que no están postrados en sus camas se lanzan hacia afuera e invaden todo trozo soleado junto a las paredes. Debajo de las ventanas del edificio del rabinato se sientan, haraposos, a gozar del sol. Las aceras son muy estrechas. Una angosta saliente de la pared les basta como asiento. No son pretenciosos. Se conforman con poco. A todo lo largo del edificio del rabinato y de las pocas escaleras del hospicio siéntanse viejos y viejas, disfrutando y dormitando al calor del sol. Aquellos que en un tiempo estudiaron en los libros santos - y son pocos - se apretujan para salmodiar los versículos con melodiosa voz. David ama a esos viejecitos que son de buen corazón y muy amistosos. No como los mendigos que cuando se ofenden pegan con sus bastones hasta hacer doler, y son muy propensos a la ofensa. Los niños callejeros les tiran piedras y saben cuál es el insulto que les hace hervir la sangre.
A veces el aspecto de los viejitos no es agradable. Las bocas babeantes, los mocos goteándoles sobre las ropas raídas. Las moscas se ensañan con ellos y se les adhieren perversamente, con obcecada dedicación. Sus manos tiemblan. A veces uno de ellos dormita al sol y a través de la abertura del pantalón asuman sus peludas desnudeces y su oscuro falo. No se abotonó como es debido. Su cuerpo marchito y su extraña vestidura son un foco de atracción para David, que da vueltas a su lado y lo examina con suma curiosidad. Una divertida canción infantil le sube a los labios:
Yoja tenía frío,
se sentó en el sol.
La braga tenía rota -
¡Se le vido el coshcondón!
Más de una vez se allega al lugar un carricoche negro, atado a bríos caballos ornados con flecos y correas de colores. Desde su asiento, el postillón vigila atentamente, y nadie se atreve a arrancar crines de las colas de los caballos para las cañas de pescar. El largo látigo en manos del postillón llega hasta detrás de la capota del carricoche, a la barra trasera de la cual suelen colgarse los m s osados. David se acerca a mirar a prudente distancia. No sea que el turco le atribuya las malas intenciones, no sospeche de el. No es sino un niño bueno y curioso sin la menor intención de colgarse del coche o atormentar al caballo. Todo lo que quiere es contemplar a las respetables señoras que se apean y entran con digno empaque al patio de entrada rodeado de un pequeño jardín. Unos cuantos escalones las llevan al recinto de los viejos y las viejas. Un piso para los hombres y un piso para las mujeres. Camas de hierro carcomidas y miserables, como enormes saltamontes que llevan sobre sus lomos la liviana carga de los hombres flacos en el ocaso de sus vidas, los viejos que las damas vienen a atender personalmente. Todos saben que hacen una gran obra de bien y se congregan para alabar su buen corazón. Mujeres ricas de otros barrios que vienen en días domingos de sol. La cocinera trata de congraciarse y el conserje corre de un lado a otro para impresionarlas con su dedicación al lugar y a sus habitantes. Los viejecitos se alegran con esas visitas. Esos días comen mejor y hasta reciben dinero para sus gastos.
- Eh, chico, Si¡, tu, - se dirige a el uno de los viejos desparrados de bajo de la ventana - Ven acércate - El anciano espera que David se acerque y se coloque a su lado.
- Que? - pregunta solicito. A veces piden un vaso de agua y el corre a traaerselos. La abuela Perla suele enviarlo con un paquete de masitas para uno de ellos y el lo entrega con alegría.
- Toma este dinero. Que no se te pierda en el camino ¨eh?, y bien, muchacho, corre a lo de Osman y tráeme una cajetilla de tabaco de oler. ¨Nos basta una? - dice, volviéndose a quien est sentado a su lado que mira la lejanía y se entrega al agradable calor del sol que se derrama desde arriba.
Hay entre los viejecillos algunos vivaces que incluso entran en conversación con los niños de la calle. Con ellos la abuela Perla no quiere trato. Se desentiende de ellos como si no existieran. Su amistad es con los ancianos que se ocupan de asuntos de religión. Estos pasan mucho de su tiempo en las sinagogas, aparecen periódicamente en la ceremonia de recordación de los muertos y aprovechan las comidas de caridad. Perla les sonsaca todo lo que saben acerca de los sabios y sus discípulos. Sobre "Los Asara Batranin" ("Los Diez Ociosos") y sus hazañas. Sobre el nombramiento de nuevos administradores de sinagoga y los coros de niños que se preparan para cantar en las fiestas o a recitar salmos en el ocaso del shabat, con una melodía grata al oído y cercana al corazón. Esos son los viejos que disfrutan de sus cocidos y masas. La tratan con respeto y le hablan con una voz en la que solemnidad y cariño, que no emplean con sus colegas los viejos ignorantes que, como suele suceder con los incultos, se hacen m s imbéciles cada año que pasa. A David, no le cabe duda que si la abuela Perla fuera hombre, seria uno de esos respetables senores de rostros importantes que pasan por los portones del rabinato.
El padre lee en el diario una noticia sobre el ungimiento del rabino Catribas en la ciudad de Estambul y la abuela Perla escucha con unción. Si alguien deja escapar un sonido ella lo hace callar con una penetrante mirada. Una nueva época comienza, y se vislumbra el fin de la espantosa pobreza de los años de guerra. Las sinagogas de la ciudad son refaccionadas y pintadas y cada vez es mayor el número de feligreses. La madre de David concurre junto con su madre al piso de las mujeres de la sinagoga portuguesa, que es la sinagoga distinguida de los días Shabat. También el padre y el abuelo Nissim van allí en Shabat, pero las oraciones diarias las hacen en la sinagoga " Beit Hilel ", pequeña y humilde. En el "Cal Portugués" hay sermones a la hora de la oración vespertina, sobre temas religiosos o eruditos. Los mas jóvenes hacen gala de su saber en tanto que los viejos hablan sobre religión y moral y la necesidad de salvar las almas de los niños de los peligros de la calle y enviarlos a toda costa a las lecciones de Salmos y a los coros, y va sin decir que deben concurrir a la sinagoga, todos los días. Escuchan las mujeres tocadas con pañuelos o pelucas y enjugan una emocionada l grima. A través del enrejado siguen atentamente lo que sucede abajo, en el mundo de los hombres orantes.
A veces en el Shabat, después del desayuno tardío. la abuela Perla dice con soñadora voz que quizá pueda hacer de Rafael un hombre docto. Si pudiera estudiar en " Majazikei Tora " y perseverar ... Pero al parecer dejó de depositar esperanzas en Rafael, quien ingresó a la Escuela de Comercio, en la que hay muy pocos judíos. Entonces, quizá s el pequeño, su nieto preferido, quizás el llegue a jajam con la ayuda de Dios. Que lo dejen por cuenta de ella. Ella atender a su educación. Y es necesario comenzar a temprana edad. As¡ le aconsejan los viejos de larga experiencia, sus amigos de Ozer Dalim. Al principio cuidaba que Rafael lo llevara lo de la maestrica para que se acostumbre a estar con niños y estudie de boca de erma Yuda, el bedel, quien como es sabido es cabalista y se mortifica en la plegaria de medianoche. Que de el aprenda a decir Bendito El y Bendito sea Su Nombre. Rafael no perseveró y después de una o dos veces empezó a escurrir el bulto, desentendiéndose de esa cargosa obligación. La abuela Perla empezó a llevarlo en persona todas las mañanas a lo de la Sra. Reina.
El entierro de rabí Menajem Matal¢n, el anciano de noventa años, y de Rabí Itzjak Gershón, a quien atropelló un tranvía conmoviendo a la ciudad y estremeciendo a los corazones. También el padre y el abuelo de Nissim marcharon con rostros adustos detrás de los catafalcos. Viejos, jóvenes y alumnos de Talmud Tora formaban la caravana. Al día siguiente la abuela Perla se lo llevó a su cuarto para tenerlo bajo su protección. Desde entonces empezó a dormir con ella, sobre un colchón extendido en el piso. El abuela Nissim, hostigado ya por la enfermedad, ocupaba la cama junto a la ventana. El hermano y la hermana de David no obtuvieron el permiso para dormir en el ala de los abuelos y seguían durmiendo con los padres en los cuartos que daban al cuarto grande. El cuarto interior, bello y espacioso, donde se alzaba una gran cama de bronce, lo ocupaba un inquilino, y la abuela prohibía la entrada de los niños en el.
Rafael y Rivka envidiaban a David, el privilegiado y mimado, el niño preferido de la abuela a quien nadie, ni siquiera el mismo padre, Shemuel, le estaba permitido pegarle con la correa. El derecho a castigarlo le estaba reservado solo a ella. Ello lo trae y lleva de la casa allí donde vaya. Es que el lleva el nombre de su hermano menor, que siguió el camino de toda carne. David, el hermano renacido. Tiene todas las esperanzas depositadas en el. De el vendrá el consuelo, y nadie osar desviarla de su camino y de sus planes. Nadie en la casa. El hermano y la hermana reprimen su envidia, el padre domina su ofensa y la encierra en su corazón a tranca y candado.
La abuela viste una toca de terciopelo negro con un pinche que remata en una perla lechosa, clavado como un apóstrofe, y sale con David a la casa de Mercada, la hermana que vive en el barrio de Carratash. Allí vive esa tía anciana con sus hijas y en la vecindad de su hijo, con gran desahogo y en cuartos muy bien amoblados. En las fiestas Perla toma a David y viaja con el a Carratash. Con ella duerme, con ella come, con ella regresa de sus viajes para envidia y resentimiento de Rafael que se ve desplazado por su hermano menor.
David se sumerge en el calor del mimo especial que se derrama sobre el. Pero los privilegios suponen también obligaciones. El dominio de la abuela se hace m s estricto cada día. Mama Oro trabajo mucho. Papa Shemuel se desloma por un mísero pedazo de pan y ambos sienten agradecidos a que hay alguien que se preocupa por el pequeño y le impide que vague por las calles.
El ojo de águila de la abuela todo lo ve, todo lo sabe, aun sin salir del patio. Pese a su pobreza, vienen a contarle sus cuitas todos los que necesitan su ayuda, su arbitraje o su caridad. Otros niños trepan a su antojo a los arboles, saltan muros y cercos, hacen largos paseos, se dan de moquetes y se revuelcan en el suelo con gran energía. David no puede permitirse todo eso. A la cobardía y timidez profundamente estampada en el se suman las prohibiciones y las advertencias. Si le pegan, no reacciona; si lo empujan, no empuja por temor a caerse y ensuciarse los pantalones. Los niños ven su apocamiento y su sumisión y se burlan de el, relegándolo a los peldaños mas bajos de la escala social.
A pedido de su doliente mujer, Erma Yuda dedica de vez en cuando unos momentos a los niños. Entra al cuarto y trata de enseñar algunas bendiciones. No todos escuchan y el se interrumpe intentando mirar por encima de sus gafas quien es el que molesta. Ya les enseño la bendición del alimento. Ahora están aprendiendo el Shema Israel. Es necesario aprenderlo al dedillo. Antes de cerrar los ojos en la cama se debe recitar el Shema con suma devoción para que los sorprenda la muerte estando dormidos y se encuentren yéndose de este mundo como gentiles, Dios libre, sin haber aceptado la carga del reino de Dios.
David estudia con ahínco, estremecido por la idea no muy clara de la negra muerte, llena de sombras, que por la noche ambula por los cuartos y estrangula a los niños durante el sueño. Por eso debe afilar el arma con que lo proveyó Erma Yuda. Armado y protegido por el Shema , no osar el ángel hundir la punta de su sable en el cuello de David. Como ya aprendió la bendición del pan, David pone cuidado en sumergir el pan en la sal, mucha sal, después de la bendición, con lo que se gana m s aun el favor de la abuela Perla. David bisbisa la bendición y la abuela Perla lo mira con buenos ojos. Hay salario y recompensa para esa labor. Siempre.
Un niño de pelo crespo y rojo se siente en su derecha en casa de la maestrica. David ansia tener el pelo crespo. Los niños mas grandes le dicen: "Pídele a tu mama que te rice el pelo". David pide y su pedido le es negado. Insiste y provoca una respuesta impaciente. Nuevamente lo azuzan los niños. Por que no pide que le ricen el cabello como es debido. Torna David a cargosear a su madre hasta que esta pierde la paciencia y le da una bofetada. Su rostro arde con el fuego del dolor y la ofensa. Se lo voy a contar a la abuela - amenaza a la madre . Le voy a decir que me pegaste. Veras lo que ella te hace. A eso le llaman ser soplón, querido hijo -responde ella, burlona.
Una carroza idéntica a la que suele detenerse a las puertas del asilo de ancianos se para ahora frente al portón de hierro del patio grande. La señora Reina camina sostenida por ambos costados. Oro la sostiene por la derecha. Los niños se apretujan para ver cómo llevan a su maestrica a la carroza que espera. La reina es conducida al hospital judío en el barrio de Carratash, en lo alto de un monte que atalaya sobre la bahía. A través de la ventana podrá contemplar la gloria del mar que alberga en sus entrañas a los semejantes de todo lo que vive en tierra firme y vuela sobre ella, y sobre los cuales reina un monarca sentado en su trono entre rocas de coral y columnas de m mármol.
Detrás de los niños van las mujeres que tratan de consolar a Reina, oscura y enjuta. " Pronto volverás" - le dicen. Ella las mira con ojos desencajados y calla. De pronto se desprenden y caen sus calzones de color, de costura casera, hasta las rodillas. Oro se agacha de inmediato para levantarlos y ayudarla en camino al carricoche.
- Hay de mi - plañe la reina mientras la conducen -. Oro, querida Oro, este es el fin de Reina.
- Guardate de decir semejantes cosas- dice alarmada la madre de David, mientras la l grimas cuajan dentro de sus ojos.
La maestrica trata de sujetar sus ropas desprendidas y sigue su marcha doliente y exhausta, hasta el portón.
- Si Reina llegó a eso, a la vergüenza de que se le caigan los calzones, sepan que Reina no volver - profetiza .
Las mujeres se enjugan una l grima y los niños lo presencian todo, boquiabiertos, sin comprender el significado de lo que están viendo. El postillón se mueve sobre su alto poyo y se rasca con impaciencia los pelos de la barbilla. Reina vuelve la cabeza y sus ojos brillan como alucinados o como si viera cosas m s allí , por encima del público que la acompaña desde el patio, desde la casa donde pasó toda su existencia a la carroza que ennegrece en el vano.
Una noche pesada cae sobre el patio y sus pabellones. También en casa de David se comentan los tristes acontecimientos del día. ¨Se recuperar Reina? ¨Y que ser del marido que no tiene en el mundo m s que a esa pobrecita y su sinagoga y sus preces día y noche ? En esas preces exagera, en opinión de las mujeres del patio, mas allá de lo que est obligado todo judío. El verano pasado Reina viajo por indicación m‚medica a las termas de Liga, y Erma Yuda se quedo solo en su casa. No era hombre de descuidar sus obligaciones en la sinagoga para concurrir a balnearios de cura. Cuando Reina regreso, se apresuraron contarle sus inquietudes: por las noches se escuchaban quejas que provenían de su cuarto, voces gemebundas, y ellas las vecinas, que Dios las perdonara, fueron a echar una mirada. Tal vez estuviera enfermo. Y a quien ven, a la luz de la lampara, si no a Erma Yuda, medio cuerpo desnudo, bisbisando y azotándose con un látigo, azotándose y gimiendo con angustia desgarradora. " No se aflijan, no es locura ni embrujo, las tranquiliza Reina, sino aceptación de la carga de los azotes divinos. Expiación de Lea, expiación de Raquel ". Las mujeres no se convencen. Oro, que aprecia mucho a la mujer del Bedel, sola insistirle que vigilara el anciano y no permitiera que se quedara solo de noche. Con esos azotes sobre los huesos secos y los baños fríos a la madrugada acabaría por matarse, y ella Reina, quedaría sola. " No tienes a nadie fuera de el y tu deber es velar por su salud - le decía Oro - y ojal que estés sana para cuidarte tu y cuidarlo a el."
Reina no consiguió cuidarse a si misma. Desde ese momento, nadie cuidaba de Erma Yuda, el cabalista solitario. Desde que fuera conducida al hospital sobre el monte, no se apretujaban ya los veinte chicuelos inquietos, gritones, en su cuarto pequeño y sofocante. Esa misma noche anegaron las rompientes del mar, verdes, negras y fragosas, la cabeza desgreñada, atormentada, de desencajados ojos, que tantos años flotó sobre ellas. Vencida cayó la reina ante el embate
de las olas del mar.
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