Sunday 19 July 2009












EL ULTIMO NIÑO DE LA JUDERIA
Novela por Shlomo Avayou
Traducción del hebreo
Sra. Ety de Hoter
Tracucción al castellano argentino
de la novela hebrea "Enkat Madregot"
(Quejido de Escalones), publicada por
HaKibbut HaMeujad, Tel Aviv, 1980












Lista de capítulos:
Prólogo
1. El conventillo del hospital viejo
2. Quejido de escalones
3. Una cabeza regia sobre las olas
4. Palacio de vaho y agua
5. La rendición
6. La tribu de Sanson
7. El traje de marinero
8. Primeras ganancias
9. El barrilete
10. Chocolate agridulce
11. Los demonios y la hija de la tía Mercada
12. La hija del Jazan
13. Paladines de la fe
14. Pájaros a bordo
#

Prólogo tardío del autor
.
Soy esencialmente poeta y casi todos mis libros publicados son de poesía, pero tengo que confesar que he pecado y escribí dos libros en prosa. El primero fue "Enkat Madregot" (Quejido de escalones), mi única novela que en su hebreo original se pulicó por la editorial HaKibbutz HaMeujad en Tel Aviv, 1980, y que
algunos de sus capitulos fueron integrados en libros de textos para las escuelas secundarias en Israel. Lamentablemente su traducción al castellano argentino quedo hasta hoy inedita(!). El segundo libro de prosa "Zekifei Aava" (Estalagmitas de Amor, publicado en Tel Aviv por Sifriat Poalim,1991), es una colección de doce cuentos cortos, la mitad ubicados en mi Esmirna natal (Izmir, Turquía) y la otra mitad en los años cincuanta y sesenta en Israel. "Leon, el último músico" que esta en este blog, es uno de los cuentos de este libro, en traduccion al castellano.
Las peripecias de esta traducción fueron muchisimas y sus defectos, que hoy los veo muy claros, me han causado esconderlo en mi archivo y lo he olvidado. Sólo antes poco tiempo lo encontré por casualidad y decidi de ponerlo aqui sin cambiar su castellano porteño.
Esta novela que su forma o genero literario es de Bildungs Roman, es decir novela de aprendizaje y que exteriormente narra algo de las peripecias de mi niñez en Izmir en los años 1946-1949, poco antes de inmigrar con mis padres a Israel en marzo del año 1949, teniendo yo diez años... no fue escrita por alguna nostalgía, cosa que detesto, ni con ninguna intención de idealizar la Judería Sefardita, otra cosa falsa y abominable para mí... No sé si logre o no realizar mi meta o mi inteción, pero, al menos traté de dar una respuesta honesta y atrevia a la pregunta que me interesaba en los años setenta, cuando la novela fué escrita. La preguna fue - cómo y porque dejó de existir, murió, más correctamnte dicho, toda esta "civilización", o todo aquel mundo conocido como la cultura judeo-española, sefardita, incluida la muerte del ladino, que fué la primera lengua que hable... Yo recibo respuestas escribiendo y no escribo para difundir ideas o "respuestas" politicalmente muy correctas (es decir moralmente bastante feas...), que muchos otros, para mi charlatanes y oportunistas, cuando no ignorantes, en su gran mayoria, que siguen deambulando por el mundo y vendiendo con bastante ganancias la falsa legenda del los muy "vivos" ladino, cultura sefardita y hasta poesía ladino macaronica... sin que nadie se atreve anunciar que este rey esta desnudo y desbragdo... conforme el muy propio dicho ladino - " toparón kazal sin perro, kaminarón sin palo", es decir, encontraron aldea sin perros (criticos literarios, en buen romance) caminaron y siguen caminado sin palo... y siempre hay quien los aplaude...
Sh.Avayou 19 de julio de 2009
#


Capítulo 1
El CONVENTILLO DEL HOSPITAL VIEJO

Refugiarse en lo más hondo del contacto reconfortante consigo mismo, desbordante de compasión blanduzca. calladito como el niñito bueno, obediente que es. Como una barrera de almohadas en torno a un enfermo, así lo envuelve su soledad. Paredes gruesas, pesadas, potentes, pero silenciosas, tiene la casa. Puertas de madera desteñida se aferran a los vanos con dedos de moho persistente. Las piedras de las jambas abrazan de ambos costados, como si dijeran: con nosotros se construyó la casa, con nosotros se derrumbará . No aflojaremos nuestro abrazo. Puertas que vigilan umbrales. Por la noche se cerrarán con un gemido y una tranca de hierro las atravesará. Fortaleza impenetrable. Nadie entra ni sale. Ciudad sitiada. No es fácil levantar la barra oscura, lisa, que dice: hasta aquí ý, adentro, nuestro, judío. Desde aquí hacia afuera, ellos, gentiles borrachos, la calle.
Noche. Quien prestará oído, quien acudirá en su socorro. Solitario en la tiniebla acuosa, mientras el peligro expreso, palpable, acecha. Verdad es que su hermano y también su hermana yacen en su vecindad, sobre el colchón del piso, pero lejos de el y sumidos en sueño inquieto. Papá y mamá ý sobre una alta cama de cajones. Desde abajo no se los ve. A veces los cajones crujen como si quisieran revelar su secreto, contar algo, pero finalmente se muerden la lengua y callan. Uno o dos gemidos más y enmudecen. El se queda esperando, sin saber que, explorando, tenso, la oscuridad, mientras contiene su deseo de llorar. De pronto, todas las sombras pueden surgir de sus escondites y echarse sobre el, juntarse una con otra y acosarlo por todos los costados.
Un terror inconfesable lo posee y se sumerge hacia abajo, buscando la protección de los pliegues de la cobija. Como precio de su amor esta pretende sofocarlo. Seno maternal soy -susurra- pero refugio hermético. La cobija de retazos, rellena de algodón, le aherroja espalda y extremidades con su peso. Más de una vez sospecha que muy adentro, entre sus costuras, alberga un alevoso deseo - ahogar con astucia a los niños sumergidos en su sueño invernal.
Pero ahora es mañana avanzada. Todo aquel que debía dejar la casa, se fue. Los niños mayores que el, aquellos a quienes todo les est ý permitido, han levantado vuelo alegremente y ya no están. Una luz de un amarillo meloso y transparente se apodera del corredor, y deslizándose desde la calle a través de las puertas abiertas acorta camino hacia "El Cortijo Grande", ese patio del conventillo que bulle de voces, movimiento y algarabía velada, que arrastra y aspira con fuerza tenaz a todo: mujeres y hombres, viejas y viejos cojos, niños en cantidad, y sólo el quedó tristemente olvidado en la cocina.Si entrecierra los ojos hasta reducirlos a un par de rendijas el día que avanza se transforma como por encanto en un relumbre de plata tembloroso y acariciante. Fascinantes, trizas de color se desplazan incesantemente. Todo parece estar en movimiento. Un sueño delicioso y viajero, airosos potrillos galopando en el espacio, incluso las columnas de luz polvorienta que se extiende de la ventana al piso están sembradas por diminutos puntillos de plata que brincan con donaire.
El patio refuerza su algarabía permanente en alternados altos y bajos. Pero casi todo el ruido se vierte de las fauces de la sala de lavado junto al portón. Cómo espanta esta sala! Todos evitan pasar a su vera cuando está oscuro. Sentado en su rincón sin ser notado, se deslizó a su oído el secreto, mientras su madre explicaba a Bojora, la vecina de enfrente, a quien hay que explicar con lujo de detalles lo que todo el mundo ya da por sabido: ¨Y que por algo es? ¨ No sabes que solían lavar aquí ... aquellos que no se puede nombrar ? Si, estos cuartos, este patio, pertenecieron durante muchos años al hospital "Rotschild - Vida y Merced". Pues se cambio el edificio en casa de vecindad. Al principio la gente no se animaba a venir a vivir aquí, hasta que rebajaron los precios del alquiler.
Pero la sala sigue siendo distinta de los cuartos y cuartuchos. Más de una vez surge de allí el eco del golpeteo de zuecos, voces de mujeres y gritos que no salen de gargantas mortales. Todo el mundo lo sabía.
Desde entonces no le era fácil dormirse. Entre aquella pavorosa estancia, desierta y sumida en la oscuridad y las ventanas de su casa mediaba un paso apenas. De un sólo salto podían estar a su lado.
Pero la mañana luminosa y abierta no le recuerda para nada la noche poblada de criaturas y susurros horripilantes. Los enormes zuecos de madera que calzan las mujeres repiquetean mientras se acercan y alejan del grifo que alborota debajo de su ventana, y nuevamente con apresurado paso a las enormes tinas rebosantes de espuma, a la ropa humeante.
Un niño con medio cuerpo desnudo juguetea con sus desnudeces. "Shabtai, suelta ese collar" - le regaña cariñosamente una de las mujeres y todas estallan en alegres carcajadas.
Con atención creciente David oído a las voces que se entrelazan una con otra. Se esfuerza por diferenciar, por ubicar según el repiqueteo del taco, el modo de arrastrar el pie y de andar quien es la mujer, quien la moza, quien la anciana.
Cada día que pasa se perfecciona. Tenso en la emboscada, paciente y experimentado. La alegría del logro ilumina su alma melancólica cuando la voz de la mujer que espera junto a al fuente confirma su deducción. A menudo se equivoca, mas no desespera y vuelve al ejercicio que vierte en sus miembros una leve ebriedad.
Este es su entretenimiento. Una nerviosa ansiedad se apodera de él cada vez que le parece que logró aislar de la maraña de repiqueteos y el nudo de voces el eco de los zuecos de su madre. Ya se acercan a la puerta. Ya vienen, sólo para él, pero no. Que pasó? su imaginación lo engaño. Cosas que pasan.
Ya hace rato que aprendió a andar e incluso a correr, pero su madre, antes de irse, lo sienta sobre lo alto de una cómoda, con orden de quedarse quieto, para no caerse. Y así, pasa el tiempo esperando, aburrido.
Se avergüenza de llorar como una niña, y teme protestar. La observa en su quehacer. Ella, que durante todas las horas de luz se afana afuera, no cesa en sus afanes al llegar a la casa: barre, lava, frota con dura mano como resuelta a algo que no da lugar al arrepentimiento. Si lo deja al cuidado de la abuela también esta se apresura a alzarlo y sentarlo sobre un alto estante recubierto de hojalata, pegado al antepecho de una enorme ventana de la cocina.
Hora tras hora está condenado a mirar a través de las rejas de hierro a la explanada del patio bañado de luz, pululante de imágenes que cambian constantemente. Se puede abrir grandes ojos y mirar al frente. Se puede también hacerlos rodar, distraídos, mientras se sume en reflexiones indefinidas, en melancolía vaga, altanera.
Detrás suyo, frente a la ventana grande, se abre un nicho separado de la cocina. En el techo se amontonan cacharros viejos, defectuosos y polvorientos, que los grandes desecharon por cansancio. El interior del nicho sirve de retrete de las tres familias que viven en ese flanco de la casa.
Al otro lado de la puerta hay diarios esparcidos y junto a ellos una jarra de arcilla para lavarse las manos. La abuela prohibió a los niños beber del agua. Dijo que estaba vedado por la Torá . Como todo lo prohibido, también esta prohibición trae en pos suyo el castigo. A veces una cachetada resonante, a veces pinchazos de alfiler sobre el dorso de una mano que se retrae de dolor.
En medio del piso hay un agujero oscuro y repugnante. A través de el, salen la noche ratas que arrancan dientes de niños malos directamente de sus bocas. Se acercan a la cama, muerden y tiran.
A papá lo mordieron los ratones mientras dormía con sus hermanas y hermanos sobre el piso. De niño era rebelde. Se pasaba todos los días de verano en la playa, ofreciéndose para extraer algas y otras porquerías del fondo del mar. Competía con niños Tártaros en la zambullida mientras se aferraban salvajemente uno del gañote del otro. Solía arrojar bolas de papel a los maestros del Talmud Torá ý. Volvía tarde a su casa y trepaba por el portón de hierro ya cerrado. Que tenía de extraño que los ratones se le hubieran echado encima y entre todos sus hermanos lo hubieran elegido a él para morderle el labio. A duras penas pudieron detener la sangre. Sólo con el látigo flexible y benéfico logró el padre enderezarlo.
A causa de esos desenfrenados roedores se permite a los enormes gatos pasearse por todos los cuartos, y a la hora de la comida, enredan debajo de la mesa entre los pies de los comensales. Para evitar su contacto David levanta los pies y dice en un susurro, "gato, gato", hasta que el abuelo Nissim se levanta y los echa.
El abuelo, naturalmente, lo hace porque lo ama, a él, al Davico, el nieto de su vejez. El abuelo bondadoso y valiente. Los vecinos aseguran que tiene tanto coraje que es capaz de cazar con la mano desnuda a la más grande de las ratas y estrellarla contra el muro de piedra del edificio de enfrente, sede del rabinato.
Muy de vez en cuando se puede ver aquí a los gatos de la casa corriendo por los corredores, a un ratoncito que silba desesperado mientras se debate entre sus colmillos. Los grandes se ríen y dicen que esos gatos perezosos temen a las ratas grandotas y se la dan de héroes con los pequeños. Todos los niños alborotan entonces de contento con gritos y saltos y empujones hasta que sale alguien a regañarles: Hay enfermos, no tenéis temor de Dios? Tal vez los niños no escucharon a mamá explicándole a la pobre Bojora que nunca se puede saber con seguridad cuál es gato y cual - un maligno disfrazado de gato. Debido a su antipatía por esos animales, sospechosos y perversos, David prefiere quedarse a un lado, mirando, y no participar de la baraúnda.
Desvía sus ojos de la cocina y los coloca en lo que sucede del otro lado de la ventana. Allí, debajo suyo, hay un grifo de bronce gordo y de boca ancha, cuya agua se vierte sobre una pila de cemento pulido. A ese rincón se allegan no sólo las lavanderas en el día de lavado, sino todos los habitantes del patio e incluso quien no vive en él, como los aprendices de los talleres. A veces se acerca un forastero transeúnte, a fin de reponer el agua fresca de su bote o llenar un balde para su caballo cansado. Todos conversan en la fuente pública y concentran su amorosa atención en los carros que se colman de abundancia deliciosa. Como no siempre alcanza a ver los cacharros presta atención, fascinado, al ruido del agua.
Al caer en la jarra vacía tañe y resuena alegremente y poco a poco su voz se va abombando. En un balde de metal salta y alborota a grandes voces como las ruedas de un carro cargado de pasas traqueteando por el empedrado. En cambio, las botellas emiten voces tenues y deleitosas, gratas al oído. Se llenan con rapidez, mientras se las sostiene con la mano.
A veces sucede que una mujer parlanchina abre el grifo a todo trapo y se hace a un lado para de devanar una charla hasta que se llene su jarra. En ese instante acerca él su mejilla al vidrio y mira en derredor. Tenso y anhelante escucha el ruido del agua, comenzando por el golpe del primer chorro en el fondo del recipiente y su emoción llega a la cima con el agua que desborda de la boca del cántaro.
Lo anima entonces un tembloroso deseo de levantarse y dar aviso que corran a cerrar el grifo y se lleven de una vez la jarra pesada y goteante. Tenso asiste a las historias de los cántaros que se colman, para desviar su pensamiento del agravio de la prolongada soledad.
Pero bajar del estante alto como un altar, el estante en cuyo vientre se amontonan carbones que se pulverizan en la oscuridad, no se atreve. De pronto se imagina descendiendo para salir a la calle o al patio para unirse a las correrías, pero el temor de caer y lastimarse - no, el miedo al castigo y los agraviantes regaños lo fijan en su sitio.
Apoyado en las cálidas almohadas prefiere portar su aburrimiento en silencio. Esperar sumiso, con una tristeza que se va acumulando como miel espesa y sofocante, el regreso de su madre o de su abuela. Cuando vuelvan, lo alabarán por su obediencia y mansedumbre. Vaya, sí, lo alabarán.
#

No comments:

Post a Comment